jueves, 24 de marzo de 2011

LA DAMA DE CÁDIZ, por Pilar Paz Pasamar

LA DAMA DE CÁDIZ
Pilar Paz Pasamar (Jerez de la Fra., 1933) escribió este relato en las Navidades de 1980, poco después de que se descubriera el sarcófago antropoide femenino en la calle que hoy lleva el nombre de Parlamento. Ella vivía entonces en la calle Brasil. Casualidades de la vida: al cabo del tiempo ha ido a parar a una casa en la calle que lleva el nombre de Dama de Cádiz, colindante con la finca  donde aquella apareció.
                                         
«Ponedle el más fino lino para cubrirla.
Perfumad su cama con aromas».
Égloga del Libro de Poemas del Alto Egipto.
M. Muller.
APÓCRIFA P. QUINTERO. CARTA A M. A. “LA Quinta”− Cádiz, 1940.

Querido amigo:

Dentro de pocos días marcharé a Tánger para hacerme cargo de la dirección del museo arqueológico. Dejo Calpe por Abila, como quien dice, y abandono para siempre esta ciudad donde he vivido tantos años. He puesto en venta «La Quinta», con gran pesar por mi parte, y creo que el recuerdo de todas las amistades que dejo en Cádiz me consolará en el exilio, porque de eso se trata, pese a todas las apariencias.

También llevaré conmigo esa sensación de no haber conseguido llegar al último término de mis investigaciones. (Algo así sentiría Colón si no hubiese descubierto la supuesta ruta de las Indias). Creo que ningún arqueólogo de estas zonas podría descansar tranquilo sin haber localizado la situación del famoso templo de Melkart.

Leemos a tratadistas de prestigio y advertimos la forma injusta con la que abordan el tema de la historia fenicia en nuestro sur. No basta que M. Paris haya decla­rado que el suelo español no ha revelado aún los secre­tos fenicios que encierra
[1], o que Hubbner creyera en la existencia de ese templo ciegamente hasta predecirnos un segundo Schliemann en el futuro, porque siguen obcecados e incrédulos.

Y sin embargo ese templo existió y existe y está bajo algún lugar profundo del litoral gaditano. Como sé que bajo nuestros pies está mi «dama» de mármol, aun­que le disguste el apelativo de «dama» que suele referirse a las divinidades representativas, como la fenicia Astarté. En rigor, y dada nuestra profesión, resulta poco ortodoxo, ¿pero cómo no llamar dama a la de los sueños propios? Como Dulcinea, Beatriz, Laura o Melibea fueron para sus caballeros respectivos, así persigo yo enconadamente a la compañera del arrogante caballero de Punta de Vaca.

De los escasos sarcófagos femeninos −una dece­na−, de este tipo que existen en los museos del mundo, me impresionaron sobre todos los de Louvre y El Cairo. Recuerdo que a la vuelta de un viaje a esta última ciudad tuve el primero de mis sueños o «visiones», de los que un día le hablé con gran regocijo por su parte como toda res­puesta, pero que desencadenaron en mí un proceso de estado psicológico un tanto peculiar. Ahora, en la vejez, y a la hora de mi marcha definitiva de Cádiz, me viene a la memoria en sus menores detalles y hasta me resulta agra­dable, por lo remoto y extraño, volver el tema.

Ocurrió aquella tarde de septiembre en la que por causa del calor salí al jardín de la casa. Echado en la mecedora, comenzó a envolverme un olor penetrante, no proveniente del mar, sino dulzón y espeso como el que se desprende de los racimos de uva al ser pisoteados en el lagar. (¿Olió usted alguna vez el mosto destilado de esa forma?). También me parecía percibir otros olo­res a aceite quemado, áloe o incienso. Olía como nuestra Catedral en el día de Corpus.

Entonces creí ver ante mí desde un rincón del jardín la imagen de una mujer joven todavía, muy bella, transparente, el pelo recogido en varias capas de rizos sobre la frente y en sus manos una pequeña vasija que contenía unas ramas de laurel. Le colgaba del cuello una cadena con un adorno opaco y verde, de calcedonia supongo, o alguna otra variedad de ágata u ónice −para mí, se trataba de uno de tantos escarabeos egipcios, de los que hay abundantes muestras, aunque esto lo cavilé después−. Como la figura estaba situada de cara al sol, que ya se iba poniendo, los rayos incidieron en ese objeto y comenzó a brillar la piedra con tantos destellos como si fuese toda ella un deslumbrante espejuelo de cuarzo.

Esta mujer, nada material, como si estuviese hecha de papel transparente, parecía detenerse ante alguna aber­tura que intentara cruzar. En ese momento su cabeza, de proporciones perfectas, se desprendió del tronco y cayó al suelo. No puedo olvidar el sobresalto que me produjo aque­lla inesperada decapitación. Recuerdo que el escarabeo con­tinuó brillando y la actitud y la postura de sus manos per­manecían sin alteraciones. Al mismo tiempo, algo pareció cerrarse sobre aquella imagen: dos enormes losas verticales y blancas, como dos partes de una valva gigante.

Cuando esto se produjo, todo volvió a la normali­dad y yo desperté de mi duermevela. Ni decirte tengo que no quedó el menor rastro de aquella «aparición» y ni tan siquiera me tomé la molestia de acudir al rincón del jardín donde creí ver la extraña imagen. Lo achaqué a una pesada digestión, al viento de levante, a mi propio estado anímico después de una época de excesivo traba­jo... Todo lo que me hubiese sido justificante de no haber ocurrido de nuevo el fenómeno. Pocos meses después, ya entrado el invierno y en el mismo lugar, vol­ví a tener conciencia de algo insólito. Creí ver erigido ante mis ojos un blanco monumento de grandes propor­ciones y aquella vez sí cometí la ingenuidad de correr hacia él para palpar con mis manos la enorme belleza de unas facciones femeninas de rasgos helénicos, un cuerpo en postura yacente, un rostro sereno de grandes párpa­dos, boca delicada y pequeña, pero muy firme, y unos brazos y pies delicadamente pulidos y el pequeño volu­men de unos senos apenas pronunciados −cosa rara ésta, porque bien se sabe que este último detalle anató­mico se omite siempre en obras de esta época y estilo−.

Me alegré después no haber comentado salvo con usted este asunto, ya que me hubiesen tomado por loco, aunque le confieso que estuve a punto de acudir a algún especialista de esos que han puesto de moda sus consul­tas para interpretar el sentido y la causa de estas visiones.

Ni yo mismo me reconocía en aquella época porque, como usted bien sabe, soy absolutamente pragmático, un simple buscador de hechos que corresponden a una reali­dad histórica, no por muy antigua menos evidente. Sabe que carezco de imaginación y me atengo a pruebas y obje­tos concretos, pero con la tenacidad y entusiasmo de aque­llos años de juventud tentado estuve de contarle mis experiencias al joven hermano de nuestro amigo César, que ha cobrado fama de escritor, pero añadir literatura al asunto de mis visiones y airear estas experiencias tan per­sonales y extrañas no me iba a acarrear beneficios, dado el prestigio de que gozo −o gocé− en Cádiz durante el curso de mi magisterio y la posesión de mis cargos. Aparte de eso, mi familia se hubiese inquietado lo suficiente como para sentir deteriorada la paz que ha disfrutado en este solar de Puertas de Tierra. Ahora que lo abandono...

                                                                                  ♠♠♠

Un golpe de aire apaga las lamparillas y deja a oscuras la cámara. Aún faltan los últimos detalles: colo­car a la máscara las pestañas de cobre y añadir algo de púrpura a los dibujos de la madera para que los plie­gues imiten a la perfección el traje de fiesta de quien jamás festejará nada. La han envuelto en ocho capas de lienzo del más fuerte y al hacerlo, algo cruje debajo de las manos afanosas, produciendo un sonido como de rama que trocea el viento. El artífice levanta la cabeza en demanda de luz y uno de los parientes sale de la estancia para volver al poco tiempo con un grupo de esclavos que portan lucernas y ánforas de aceite. Revi­san los vanos y corren los lienzos, de forma que el vien­to de levante no pueda penetrar en la cámara. Ésta recupera sus tonos cálidos y, a la luz de las lámparas, resaltan los dibujos sobre el estuco, las facciones inmó­viles y reposadas sobre el verdadero rostro, ya tres días enmascarado, céreo, rodeado el cuello, que ha adquiri­do la tonalidad del mármol, con la cintilla de la que pen­de el Khori[2], las manos en el regazo y aquella pulsera que porta los cinco ureos de loza egipcia, en la muñeca izquierda.

Tres días el maestro sobre aquella inmovili­dad sobrecogedora, envuelta en vendajes, en una cáma­ra que ya hiede a pesar de los perfumes que se queman sin cesar y que el fuerte aire de levante había apagado al introducir en la habitación sus largos resoplidos. Tres días que los perros aúllan sin corretear por las lindes de la hacienda como defensores de los asaltos de ladrones o alimañas. Huele a uva en sazón, septem­brina, y las higueras del huerto exhalan un fuerte olor dulzón que también penetra, áspero y cálido, en la alcoba. A veces, como ahora, se escucha el paso del ganado por la vía próxima, el arrastrar de las pezuñas ovinas, pero los pastores no varean los acebuches y las bestias cruzan sobre la breña y el lentisco desorienta­das. Se escuchan sonidos inquietantes y repetidos de herramientas que hienden la tierra y preparan la fosa. Tres días llevan los esclavos en la parte más baja del huerto excavando en la arena y la grava a muchos pies de profundidad. Para ello se han sacrificado un par de olivos y un laurel centenario de verdes hojas lanceola­das. La dueña de la casa solía recoger ramas de laureles para la despensa y, en el pequeño santuario de los dio­ses que adoraron sus antepasados, colocaba con sus propias manos, junto a las lamparillas votivas, manojos de menta, laurel y romero cuyas raíces nautas, inmersas como patas de grandes insectos en jarrones de agua, permanecían frescas durante mucho tiempo.

Pero ahora las manos de la señora permanecen inmóviles bajo ocho capas de lienzo, sobre sí misma, finalizada la tarea de su vida doméstica. Bajo su propia tierra −cómo hubiese lamentado el sacrificio del plá­cido laurel−, como una crisálida sin proceso ni desti­no en el mundo de los vivos, encerrada en doble funda de madera y mármol, habrá de descansar para siem­pre, recatada y guarnecida su cáscara orgánica y epite­lial, que fue viviente, escondida en el corazón del pal­mito del tiempo con grandes ojos ciegos y alabastrinos donde nunca el sol incidiría con sus rayos.

La muerte repentina de la dueña ha detenido el curso de la vendimia. Los jornaleros ayudan ahora a transportar grandes sillares de piedra que protegerán el sarcófago. Nadie recoge la uva ya en sazón. El lagar aún no ha recibido la primera carga de cestillos y la jalea, en el fondo de las ánforas, se espesa sin alearse con los gajos dulces para ser transportada en las naves dispuestas a zarpar hacia la costa del Tiro y Sidón, con las vecinas cosechas de Erytheia. Todo está en suspen­so, como el viento de levante en sus horas de calma, mientras la noche cubre las playas como un cobertor pegajoso y oscuro y todo se hace irrespirable, ansioso, aleteante como el vientre de un hinchado moscardón.

Se escucha el canto de las cigarras entre los leja­nos matorrales, balidos y tañidos de esquilas, pero ninguna voz humana, ni llorosa ni gritadora interrum­pe la calma de los quehaceres en el huerto, ni en la casa. En ésta, la servidumbre anda desquiciada y el amo más nervioso al parecer por la detención de los trabajos y sus consecuencias, que por la muerte de la señora. Se comenta que es quizás porque la pequeña Ibiys, la esclava predilecta, hace noches que se abstie­ne de entrar en la alcoba del amo. Anda acurrucada, como un perrillo, por los rincones, con los ojos abier­tos ante la muerte, los senos y los muslos contraídos, como si buscase cobertura en su propia y casi absoluta desnudez. Se comenta que la protección del amo y el hecho de satisfacerse con ella habían postrado a la señora definitivamente. Que comenzó a perder color y volumen desde la noche en que el amo decidió cubrir­se con los largos cabellos negros de la esclavita, gozar de ella y atraerla puntualmente a su lecho, después de las oraciones de la puesta del sol.

Otros opinan que todas las madres que sacrifi­can su hijo primogénito a Baal[3] se consumen de la misma forma, como uvas desgajadas de un racimo. Pero el amo enseña que la muerte de los seres huma­nos sólo es un tránsito de un lado a otro en el tiem­po, y no así las cosechas caducadas, que eran irrem­plazables.

Todo había sido tratado y preparado de antema­no, de forma que sólo faltaban los puros trámites que no llevan consigo nada de inquietud o sentimentalis­mo. Claro está, nunca hubiera podido preverse que aquel modelo de sarcófago, elegido según la moda imperante, iba a ser ocupado por su poseedora tan de inmediato. Lo frecuente era que los dueños de aque­llas obras de arte tardaran un tiempo razonable para ir a parar a su interior, así que muchas veces un cuerpo envejecido ocupaba su receptáculo funerario bajo la representación de un ser joven, con la tersura de la piel fielmente imitada y esculpida en mármoles que hacia las dos islas[4] llegaban de otras regiones cerca­nas. También se murmura que el artista del taller[5], un griego que enseña a los alumnos, e incluso a los nati­vos, el arte de la escultura, la policromía y los tintes, hacía gala de un mal humor insoportable y sus exigen­cias habían colocado a los familiares y a la servidum­bre en situaciones de nerviosismo y tensiones insopor­tables. Tal vez por ello, las manos femeninas que enrollan el cuerpo de la difunta en largos metros de lienzo aprietan con más fuerza de la debida y aún resuena en los oídos de los presentes aquel chasqui­do de vértebras y cartílagos, como de rama tronchada.

La cámara mortuoria vuelve a lucir sofocada en humos y perfumes irrespirables. Han salido el notario y el escribano, con el recuento detallado de objetos depositados en el sarcófago. De la frente del maestro escultor resbalan gotas de sudor del mismo modo que el aceite se derrama de un piso a otro de los quemado­res en lento y oloroso goteo y las pocas personas que se agrupan alrededor del lecho no lloran. Absortas contemplan la colocación del último aderezo, las pes­tañas de cobre, sobre los párpados de rasgos oblicuos, negrísimos, al estilo egipcio. El nuevo rostro de la señora, transfigurado y policromo, es éste y aunque exista un gran parecido entre las ocultas facciones y su máscara, el resultado es sorprendentemente agresivo. Nadie dice una palabra mientras se espera la orden del griego que no tarda en oírse:

−Mi trabajo ha concluido. Pueden comenzar a clavar.

Todos se hacen a un lado para dejar paso a los hombres que habrán de transportar el sarcófago, des­pués de remachar a golpe de martillo los clavos sobre la madera. Al mismo tiempo, desde el huerto, comien­za a oírse un cántico funeral acompasado y grave. Las voces se pierden con el viento de levante:

El Padre Sol
se acuesta en el mar
y su esposa Baant arregla el lecho
de las aguas
para que el sueño del esposo sea tranquilo.
Baant extenderá su negro velo
sobre los que hemos vivido un día de luz.
La luz que nos donó el Padre Sol
que ahora se acuesta sobre el mar...


Alrededor del foso, ya asentados los sillares y el sarcófago de mármol en posición vertical, iluminado por la luz de las teas, los familiares, jornaleros y escla­vos se sitúan respetando el orden jerárquico. El dueño de la finca rodeado de sus hijos (Ibiys a los pies reco­gida y ebúrnea), hierático y sereno junto al sacerdote que dirige el salmo. Algo más atrás, los familiares más allegados a los que se han agregado, presurosos y ali­viados de haber permanecido en el encierro, los testi­gos de la última etapa.

Le ha llegado la hora al grupo de plañideras que inician sus gritos y lamentos. El griego aún perma­nece en la estancia, los ojos fijos en su obra, las manos sudorosas que a veces humedece en el sudor de su propio cabello. Iba, por fin, a producirse el encuentro entre los dos espíritus: el de aquel cuerpo, tres días ya sin vida, y el del gran receptáculo marmóreo, sustenta­dor de la inmortalidad. Habrían de aceptarse para toda una eternidad, acoplarse como dos amantes en el acto definitivo de la cópula, y más allá de éste, en una vida común y sin término.

Era el momento de atravesar el camino que las sombras que Baant programara, por el estrecho sen­dero que va desde el umbral de la casa al huerto, un sendero rodeado de arbustos que azota el viento de levante para llegar a la culminación de un pacto de reposo y felicidad, preparado en sus menores deta­lles, acordado, urdido con palabras y signos. Como un cuerpo que acepta en el lecho otro cuerpo y asu­me al que llega, así habrán de reconocerse entre sí, con la mirada larga y transformadora de la muerte, las dos representaciones corpóreas y destinadas al encierro mutuo.

Van a sacar a hombros el féretro y antes que los hombres atraviesen el umbral, el griego se aproxima a los portadores para comprobar la justeza de las chapas en el estuco. La salmodia continúa:

Ya alcanza el tamaño del Padre Sol
el rostro redondo y blanco de la muerte.
Ya casi son iguales.
La muerte frente a la luz.
Hace iguales a todos los hombres.
Hoy te ha escogido a ti.
Tú vas a descansar también.
El dios hará eterna tu alma.
Te transformará en anillo y cadena de su pecho.
Aquí, encerrada en los brazos de Eona.
La tierra te cubrirá con su inmortal cobijo.


Por qué no acariciar, en señal de despedida, aquel conjunto de líneas armoniosas que él mismo ha creado. El maestro posa la mano sobre la tapa policromada y, al momento, le estremece la náusea. Su mano se hunde en una masa compacta en la que todo es materia fundida y amalgamada por barros y detritus. El brazo desciende atravesando su espesor orgánico, negruzco, que fluye por los intersticios de los dedos abiertos, cada vez más descendente, sepultados en aquello que ya chorrea por el torso y empapa las muñecas[6]. Su grito sobresalta y detiene a los portadores del féretro pero inmediatamen­te aquella sensación se desvanece y la señora en su estu­che recamado y policromo atraviesa los umbrales de la estancia hacia el encuentro de la morada definitiva.

                                                                                ♠♠♠
Metió en aquello el brazo hasta el codo:

−¡Qué asco, joé! ¿Qué es esto? Oye, Chano, mira: hasta las trancas estoy de mierda. Chano, que vengas, hombre. Baja de ahí. Qué miras. Huele a demonios. Quillo, qué pasa. Ven pacá y no te quedes ahí arriba. Sí: lo he oído y lo he visto como tú: de penalti el «chute». Vamos, y ahora esto... Tírame el trapo de debajo del volante y baja ya, hombre, que esto no se me quita con ná y me he puesto verde y oro. A ver dónde habré metido la mano, que los bichos me van a comer vivo. Y el ruido, que ha debido ser algo gordo y grande. Volando, que salió volando la cabeza. Por ahí fue a pará. Tú, no te quees parao y ve con ésos, búscala por aquella escombrera. Venga ya, Chano, que si esto se me seca encima no habrá Dios que lo quite... ¿No voy a estar blanco con lo que me entra por el cuerpo? Que te pase a ti. A la máquina ná, no le ha pasao ná. Que se pare tó. Ustedes, por ahí... Por mi parte que es algo grande toa de mármol, una pieza de una vé. ¡Pero baja ya de la cabina y deja ya de mirarme desde arriba! ... A ver, dame. Qué asco. Tengo escalo­fríos, que metí la mano en eso que me parese que es una tumba de las romanas, que hay por toas partes, y ya tú ves cómo me he puesto. Habrá que avisar a Dra­gaos y al Museo y a la policía municipal. Tú, niño, llé­gate a la Oriental y llama, llama a toas partes y de paso me traes un sentenario que me hase farta, a la vuelta, claro. ¿Cómo voy a darte si tengo la mano empringá? Ya haremos cuentas.

Cómo se va a poner la parienta cuando me hue­la. Hasta las trancas, digo, y el joío levante. Me vi dá un baño en la Caleta... En fin de semana en remojo, digo ... Mira, mira, tú, oye, qué cosa más grande, toa grande, toa de mármol. Ven pacá. Aquí está la tapa, y rota por los pies... No, si el golpetazo ha sío de órda­go, tío. Maldita sea, que nos van a paralisar ahora, que juro por mi mare que es algo grande y de importan­sia. Una pieza de una vé. ¡Pero baja ya de la cabina! Por aquí, dame, qué asco. A ver qué dicen, que esto trae cola, te lo digo yo. Esto tiene que valé una jartá. Es una señora y de guapa, no veas. No, si los romanos sabían hacer las cosas. Mira qué rizos, como los de la parienta cuando se coge los rulos, igualito. Es guapa de verdá... ¡La de fotos que va a echarle el Jumán cuando se enteren los del diario por aquí y por allá! Pero al que le va a dar algo es a Don Ramón como no llegue pronto. Y a ver si también vuelve el niño, qué le habrán dicho del Ayuntamiento, porque aquí no se puede haser ná por ahora, y la pringue no se me va ni frotando. Acércame otro botijo, hombre, Rafael, que ya he acabado con éste. Y, ahora, mucho cuidao con la cabeza, dejarla al borde de la tapa a ver qué nos man­dan que hagamos... ¡No toquéis ná! ¡No toquéis ná, digo! ... Que esto se va a poner como el Carranza por el Trofeo, que ya vienen mirones y lo que sobra en Cádiz son mirones... ¡que nadie toque ná!

Se había hecho un cerco alrededor de la obra, una frontera de curiosos. Un policía municipal acudía presuroso y entrecruzaba palabras con los obreros. La excavadora, con las fauces abiertas como las de una fiera metálica, abatía su cuello de jirafa sobre la arena removida. Por la avenida y las bocacalles se acercaban más y más personas interesadas mientras el capataz, como un poseso, daba órdenes a voz en grito de que nadie tocase nada.

Manuel, el más veterano de los peones, había encendido un pitillo. Miraba absorto los aspavientos del capataz y los movimientos de aquél que se frotaba el brazo como si quisiera librarse de un sarpullido. Permanecía tranquilo mientras llegaban a su memoria aquellos días de la infancia, y el abuelo renegrido con­tándoles alrededor de la copa encendida con picón la historia de un hombre esculpido en mármol, «todo un señor», cuando se iniciaron las obras de astilleros. Leyenda de expolio y de sorpresas de huesos mal colo­cados en el ataúd, de historias tan antiguas que nadie sabe a fin de cuentas en qué tiempo tuvieron lugar. Le hubiese gustado asombrar a sus compañeros hablán­doles de quién era Pelayo Quintero, el primer dueño de la finca, antes que la comprasen los Lozano. De cómo su abuela mantenía oculto un brazalete dorado en el fondo de un arca, del que nunca más se supo pero él recuerda. La abuela lo limpiaba con pimentón y limón, frotándolo horas y horas en aquel patio de vecinos de la Viña, mientras hablaba interminable­mente de épocas lejanísimas, de naves que atracaban en la misma Caleta, llenas de tesoros. De un Templo todo de oro que se tragó el mar y un fuego encendido, como el de un faro, a cuyo alrededor se agrupaban para bailar mujeres bellísimas. Y aquel hombretón de pelo en pecho que puso un pie aquí y otro en África y agarró dos leones por el cuello como si fuesen corde­ros y se enseñoreó de todo… Y sus días de chiquillo, subido a la palmera del jardín que ocupara este solar, porque la abuela limpiaba las losas de la finca de don Pelayo, que era un hombre ensimismado y muy sabio que escarbaba por todas partes, hasta en Gallineras, y encontraba pedazos de historia como otros recogen coquinas en las playas... Y esos pedazos de cosas y azulejos, y arcones y gravas, etiquetadas con letras que él no supo leer, porque no aprendió hasta los cuarenta en el nocturno de Columela, hoy, como quien dice...

Manuel, acabado el pitillo, lo hundió en la tierra. Apisonándolo con la punta de la alpargata.

−A mí estas cosas me ponen los pelos de punta −murmuró−. Cádiz está llena de huesos. Rascas un poco en la tierra, y ya está: huesos y más huesos. Es como un alcaucil, hoja a hoja. Si levantas una, hay otra, y otra y así hasta llegar al corazón, que es donde todo comienza.

Se acercó despacio al grupo de compañeros, pero retrocedió para escupir cuando divisó en las manos de alguien un cráneo mondo de pequeñas dimensiones. Y otra vez el grito del capataz fuera de sí: ¡Que nadie toque ná! ¡Que nadie toque ná!

Llegó el mandadero por fin con órdenes deter­minantes: había que cubrir de nuevo el hallazgo...

−Que dicen del Museo que no se toque nada, que hasta el lunes no regresará el director.

−El lunes tendré el brazo pegajoso todavía. ¿Qué hay de la copa, niño?

El descubridor se pasaba la lengua por los labios resecos.

−Que dice que tome usté y devuelva lo que sobre, que corriendo como yo, no me lo iba a poner en un vaso…

El obrero se echó parte del contenido de la bote­lla en la mano y frotó de nuevo el brazo. Aún perma­necía lívido el semblante del capataz. Bebió del gollete cerrando con fuerza los ojos:

−A la salud de esta «guapa» que hemos descu­bierto...

Y fue entonces cuando todos comprendieron que estaba sucediendo algo tremendo e inevitable a plena luz del día, porque las manos impacientes del levante habían iniciado el expolio. Las concreciones térreas de la superficie de aquel mármol, emergido de un sueño de siglos, comenzaron a desprenderse y el apacible y bronceado tono desaparecía de la figura como desgajados pétalos cromáticos. Por debajo de aquella pátina de ocres gloriosos que en la entraña de la tierra habían permanecido intactos surgía la lívida blancura marmórea, y así como la marea destruye en su pleamar las huellas y las edificaciones arenosas, el color iba desapareciendo ante los ojos atónitos de los testigos. Aquella Afrodita emergida de la tierra, de ojos ciegos y sumisos, iba empalideciendo por momentos. La atmósfera de aquel día septembrino violaba impunemente su túnica cromática y era como si la dejasen doblemente profanada, como si el recón­dito lugar donde reposara le hubiese donado una vir­ginidad respetable, ahora quebrada y rota en el pre­sente de los grandes cataclismos.

−Hay órdenes de volver a cubrir −dijo una voz perentoria.

Pero, a su regreso a la tierra, ya nadie podría devolverle el color envolvente, la púdica estructura concebida para el resguardo y la armonía más allá del tiempo.

La gente acudía sin cesar, dificultaba la circula­ción de aquella zona de Cádiz. Se entremezclaban órdenes y afanes jerárquicos. Era la mañana de 1980 y sobre unos terrenos en construcción.

                                                                                 ♠♠♠

…Y en el momento de escribirle estas líneas de despedida, he dejado correr la memoria y la pluma descontrolada. Me siento dolido y fracasado por los últimos acontecimientos y marcho con tristeza a mi des­tierro de Marruecos. El Estrecho me separará de esta tierra tan querida y a la que, dada mi edad, no creo podré volver.

Pienso ahora que el haber nacido en una ciudad que es un monumento natural y prodigioso de piedra, me abocó a vivir de esta forma, en contacto con lo más duro y perdurable del planeta: los líticos estratos por los que vamos desentrañando, capa a capa, el tiempo sucedi­do, sus culturas, hasta llegar al cogollo de esta fruta trimilenaria donde se halla escondido aquello que buscamos incansablemente.

Pienso horrorizado, y no creo equivocarme, que en un par de décadas este ámbito que me rodea y estos campos donde sólo existen algunas viviendas y dos o tres merenderos con el templo de San José, se convertirán en una colmena de edificios funcionales sin gracia ni estilo, como sobre el lecho del caballero de Punta Vaca se erigieron las grúas y las dársenas.

Todo eso hace falta y se corresponde con el progreso, pero está muy cerca de realizarse la gradual expan­sión demográfica de Cádiz a esos lugares y, aunque no llegue a verlo, temo por los resultados. El sesgo que ha tomado la historia de nuestro país, si algo no lo remedia, me anima a predecir que existirá por encima de la «reconstrucción» obligada después del desastre de la guerra, algo más digno de atención que una nueva edifi­cación apresurada, y acaso la especulación inevitable.

No serán días, mi querido amigo, de gloria o aten­ción para lo perdurable histórico, sino para la aceleración y el negocio. Qué ocurrirá con los tesoros escondidos, los restos de la antigüedad; bajo qué jaulas de hormigón y cemento quedarán sepultados sin dar testimonios de su época, esa bella urdimbre de la historia humana. Bajo cuántas capas de arena consecutivas dormirá para siem­pre la compañera del grave caballero fenicio que empuña la granada, y en qué soledades permanecerá ya para siempre desacompañado.

Se ha hecho muy tarde desde que comencé a escri­birle. Disculpe la extensión de esta carta que con las últimas prisas −repito con la de Sevigné− «no he teni­do tiempo de hacerla más corta».

He legado parte de mis libros a la Real Academia Hispanoamericana y a las Bellas Artes de Cádiz y San Fernando. Sobre mi mesa tengo apartados aquellos que creo recordar me pidió en alguna ocasión, entre ellos, el de las excavaciones gaditanas editado en el 32... ¡Qué veloz ha pasado el tiempo!

Un abrazo, con mi despedida para usted y los suyos.

Firmado: Pelayo Quintero y Atauri

Cádiz. −LA QUINTA− 1940
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LA «DAMA DE CÁDIZ», como se conoce popularmente al sarcófago fenicio-púnico que consti­tuye el más importante de los hallazgos arqueológicos de nuestro siglo, comparable al de la DAMA DE ELCHE, o la de BAZA, fue encontrada a algunos metros de profundidad bajo el pavimento de la casa que habitara en Cádiz don Pelayo Quintero Atauri[7]. La empresa constructora: Dragados y Construcciones S.A. El capataz de las obras, descubridor del sarcófa­go, Rafael Gutiérrez Camacho. La Delegación Munici­pal de Obras estuvo representada por el perito don Francisco Camacho de Mota, siendo el alcalde de la ciudad don Carlos Díaz Medina. Su descubridor y catalogador, experto en la materia, don Ramón Corzo, director entonces del Museo de Bellas Artes. En Cádiz un 26 de septiembre de 1980.

NOTAS
[1] A la extraña mezcla de hierro y oro, cuyo método de aleación sigue siendo un enigma, se le ha denominado “Aurifer”.
[2] Emblema entre los egipcios que simboliza las transformaciones del alma. Se consagró a Ptah, dios de la creación, y su imagen representaba la vida de ultratumba. El escarabeo hallado en el sarcófago de LA DAMA DE CÁDIZ es de factura griega.
[3] Baal, Astarté y Melkart componen la tríada fenicia de dioses protectores. Los dioses adorados por los gaditanos, coloniza­dos por fenicios eran: Kokpadde, señor de la luz, Baant, su esposa, dominadora de las tinieblas, Protogeo, del tiempo, Eona, la tierra engendradora de la raza humana, Khuzor, dios del fuego y Agda, la materia fecundante. El culto a Baal, Moloch, Kronos o Saturno, se mantuvo en toda su pujanza en la época romana.
[4] Al decir «dos islas», la autora comparte las más recientes teorí­as sobre la existencia del canal que separaba en dos la ciudad de Cádiz, según J. R. Rodríguez Domínguez o el propio Corzo. Se trataba de Dídima, según descripciones antiguas que han confundido a muchos.
[5] En el siglo V a. de C. existió en Cádiz el mayor y más antiguo taller de escultura.
[6] «Cuando se realizó la limpieza del interior de la caja, pudimos observar las huellas de la mano del descubridor sobre esa espe­sa capa oscura de materia orgánica» (Rafael Corzo en su Dis­curso de Presentación a la Real Academia Provincial de Bellas Artes, 7 de abril de 1983).
[7] Pelayo Quintero y Atauri nace en Cuenca en 1867.
                                        Pilar Paz Pasamar, "La dama de Cádiz" (1980), en Historias bélicas, Sevilla, Algaida, 2004, págs. 27-45.
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                                                                                    Es una colaboración de Nerea Galán Fernández

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