viernes, 4 de febrero de 2011

UNA VISIÓN DE CÁDIZ EN 1884, según el chileno Rafael Sanhueza Lizardi

Balcones cerrados o cierros de Cádiz. Foto J. Braga


Rafael Sanhueza Lizardi (Santiago de Chile, 1852-1902), abogado, político y pedagogo chileno de tendencias progresistas, hizo su viaje a España en 1884: queda constancia por su firma y data en una de las bodegas de Jerez. La visión que da de Cádiz es tan elogiosa que resulta irreal. Por lo menos resulta pasmosa su tendencia a la hipérbole (miles de barcos en el puerto, innumerables instituciones de beneficencia, millares de fábricas…). Esto es particularmente destacable porque en aquella época lo normal entre los intelectuales hispanoamericanos, independizados no hacía tanto tiempo de la metrópolis, era menospreciar España y todo lo español como algo caduco, decadente y atrasado. Pero Sanhueza Lizardi se desmarca de aquel desprecio y no sólo se empeña en incluir España en su tournée europea, sino que la describe (y la mejora) con los ojos del amor.


                                                                   CÁDIZ

                                                                        I

A medida que avanzábamos hacia esta ciudad, que guarda para nosotros, los americanos del sud, recuerdos tan numerosos como importantes, nos trasportábamos, en espíritu, a la memorable fecha de 1810.
            Todos los grandes acontecimientos de que esa ciudad fue teatro durante esos años de terrible prueba, a que fueron sometidos el patriotismo y el valor ibéricos, desfilaban en conjunto por nuestra memoria.
            La escuela en que se nos enseñaron las causas mediatas de nuestra emancipación, ligada tan íntimamente a la historia de Cádiz en la ya citada fecha; los alegres compañeros junto a los cuales se deslizaron para nosotros aquellas felices edades; nuestra primera junta de gobierno; la venerable figura de don Mateo de Toro y Zambrano, nuestro primer presidente nacional, y la varonil, inteligente y mañosa redacción del acta en que se adhirió Chile a los procedimientos de las provincias españolas que, al santo grito de ¡Viva la Independencia! en Cádiz reunieron sus cortes generales y en Cádiz promulgaron su Constitución de 1812, tomaban en nuestra mente formas vivas y coloridas. (…)

                                                                              IV

            Llegamos a ella en día domingo y en las postrimerías de la tarde, lo que nos permitió verla, desde su estación de ferrocarriles hasta su graciosísima plaza de Méndez Núñez, completamente llena de juventud, de vida y de alegría.
            ¡Qué espléndida nos pareció esta ciudad, formada por edificios alineados en calles, que nada tienen que envidiar, por lo rectas y bien formadas, a los trazados de un tablero de ajedrez, y que se hallan abrazados por balcones salientes, pintados de verde por fuera, y cubiertos de cortinas lacres por dentro y guarnecidos de altísimas vidrieras que, a la luz del sol poniente ya, parecían inmensos collares de brillantes engarzados a colosales cadenas de esmeraldas!
            Esta ciudad, que sólo se halla unida al continente, como lo dejamos dicho, por una angostísima lengua de tierra, parece, a la distancia, un inmenso cisne dormido en las espumas del Mediterráneo y atado a la lejana jaula, por una cinta de plata.

                                                                            V

            Cádiz ha sido trazado a riguroso cordel.
            Sus edificios, en general imponentes y valiosos, son quizás los más altos de España. Carecen de esos coquetones patios de las casas de Sevilla y de Córdoba.
            En cambio, todos terminan en extensas azoteas, sobre las cuales se elevan graciosísimos miradores que sirven de plazas aéreas a los habitantes de este pueblo en las calorosas noches del estío.
            Por fuera, en toda la extensión del segundo de los tres o cuatro pisos de que se componen, los resguardan del sol, de la lluvia o del aire, anchos balcones formados por bastidores de vidrios corredizos hacia arriba, tras los cuales, se divisan maceteros de todas clases de encendidas flores y cortinas elegantísimas rojas o purpurinas.
            Esos bastidores, pintados de verde, dan a las casas un aspecto tan agradable y tan atrayente, que uno no puede apartar de ellos la vista, especialmente en los primeros días. (…)

                                                                                VI

            Desde su grandioso muelle, en que hierven marineros de todas las nacionalidades del orbe, en que se ven, como en viva exposición, todos los trajes y todos los caprichos de la moda, en el cual grupos de curiosos pasan una gran parte del día sentados a la fresca sombra que proyectan las grandes columnas, sobremontadas de estatuas que lo decoran, hasta los inexpugnables fuertes de Santa Catalina, San Lorenzo, San Fernando y San Sebastián, en los cuales duermen el sueño de la paz, innumerables y poderosísimos cañones que, a lo lejos, parecen tigres asiáticos en escrupuloso acecho, Cádiz está repleta de actividad y de comercio.
            Millares de fábricas, elaboradoras de tejidos de hilo, de lana, de algodón, de joyas, de espléndidos guantes, etc., etc., elevan los respiradores de sus máquinas y de sus chimeneas por entre los hermosos miradores que coronan los edificios, y dan testimonio de que ella se levanta del lecho de pereza y de inacción en que la ha mantenido la preponderancia de Barcelona, de Valencia y de Málaga.

                                                                           VII

            El sitio, desde el cual puede dominarse a esta ciudad en una sola ojeada es la torre del Vigía. Ella se eleva en el centro casi de la ciudad, a una altura de cuarenta y tantos metros sobre el nivel del mar. Desde su cima, se presenta Cádiz en todos sus múltiples y encantadores detalles. (…)
            Arriba, divisáis un cielo siempre azul, iluminado por un sol espléndido, quizás el más hermoso de toda la Andalucía; abajo, un mar anchísimo reflejando ese cielo y ese sol como bruñido espejo veneciano, y meciendo las miles de embarcaciones que a Portugal, a la Inglaterra, a la Holanda, a las costas occidentales de Francia y a las del norte de Alemania, a la Italia, al África, a Marsella, mantienen en perpetua comunicación de progreso y de comercio, y además el altísimo y risueño caserío envuelto en un manto de eterna verdura, que dibuja largas avenidas, alegres sitios de recreo y extensísimas y numerosas plazas.

                                                                               VIII

            Estas plazas se hallan, o en el mismo centro de la población como la de Méndez Núñez, la de Alfonso XII y la de Mina, o asomándose a la mar, como la de Apodaca, y la de las Delicias, o en fin, distribuidas en sitios intermedios, como la de la Constitución, la de doña Isabel II y la de la Merced.
            La plaza de Mina está embellecida por fantásticas glorietas, una fuente rústica y una docena de estatuas de algún mérito artístico.
            La de las Delicias, llamada también “el Paseo”, a causa de su gran extensión, tiene un bello jardín y un invernadero.
            En la de la Constitución hay cuatro grandes estatuas que representan a Baco, a Diana, a Venus y a Jano. La de doña Isabel II está sombreada por frondosos laureles de la India, y la de la Merced presenta un bonito jardín y un alegre parque.

                                                                            IX

            Espaciando la vista más allá de esas plazas, se ve que todo ese gracioso conjunto de rectísimas calles, de altos y albos edificios, de plazas extensas y de higiénicos paseos, se encuentra dentro de una cintura de poderosas baterías y de dos líneas concéntricas de grandes rocas graníticas que manifiestan la voluntad de la naturaleza de hacer a Cádiz un puerto inexpugnable a los furores del hombre y a las bravezas del Océano.
            En lontananza, como los lejos de este cuadro plástico, se dibujan entre blanquísimas brumas, los caseríos de los pueblecitos de Santa María, La Ronda, San Fernando, como asimismo la Carraca y las cumbres de San Cristóbal.
            Finalmente, la rotonda de la vieja catedral y la flaca armadura de la plaza de toros, trabajada de madera en improvisada faena para festejar a doña Isabel II, completan aquel panorama, cuya belleza compensa con usura esa pequeña fatiga que impone el ascenso a la célebre torre del Vigía.

                                                                              X

            En la noche del segundo día de nuestra permanencia en este pueblo, tuvimos el gusto de recibir la visita de nuestro amigo don José Luis Borgoña Maroto, aquí criado y por consiguiente, muy conocedor de la localidad.
            En tan amable y tan grata compañía de amigo, de compatriota y de colega de profesión, conocimos los dos grandes teatros de esta ciudad, el Principal, construido según dicen a fines del siglo XVII, feo y pesado, y el Gran Teatro, que tiene ya unos diez o doce años, y que es de gran capacidad, suntuoso, bello y acústico.
            Él, para esta población que no sube de setenta mil habitantes, es espacioso. En su platea, cabrán cerca de dos mil personas. Ahí vimos representar el Sueño de un malvado a nuestro antiguo conocido el célebre artista Tamayo y Baus, que arrancaba entonces de sus compatriotas aplausos tan calorosos, como los que nosotros tuvimos el gusto de darle, en tantas ocasiones, en nuestro fastuoso coliseo.
            Visitamos después los teatrillos en que el pueblo se entretiene noche a noche, tomando café, bebiendo manzanilla o jerez y bailando el ya descrito flamenco.
            En todas estas reuniones, hay por lo general respeto, orden y muy pocos ebrios; pero sí mucha algazara, mucha animación, mucha vida.
            Esta existencia de puerto y de puerto grande e importante, forma notable contraste con la de las ciudades mediterráneas, en las cuales, aun cuando se pasa también alegremente la noche, bailan menos las clases trabajadoras y se ocupan más de política. ¡De esta política que, en España, anda en la atmósfera como si fuese uno de sus componentes necesarios!

                                                                               XI

            En fin, como coronamiento de las minuciosas exploraciones hechas en este pueblo, (…), nos dimos a reconocer sus escuelas y algunas de sus casas de beneficencia, pues ella sobresale entre los pueblos de España por su amor muy generosamente pronunciado a la misericordia y a la instrucción.
            Es raro, de veras, que una ciudad poco populosa como es esta, relativamente a las otras grandes capitales de España y de Europa, posea, sin embargo, numerosos y ricos establecimientos de caridad, artes, ciencias e instrucción primaria.
            Confesamos con franqueza, que hemos gastado particular empeño en conocer, sobre todo, esta última clase de establecimientos, por cuanto queríamos darnos cuenta de si es exacto que la España se halla en el estado de atraso intelectual en que se la pinta por lo general. (…)

                                                                                    XII

            Decíamos que Cádiz no nos ha llamado tanto la atención por sus bellezas, como por sus evidentes manifestaciones de desarrollo y preponderancia intelectuales.
            Y ello es justo; pues esta ciudad de sólo setenta mil habitantes, (…), tiene ¡cuatro bibliotecas públicas! de las que, la Provincial, que es la primera, cuenta con treinta a cuarenta mil volúmenes. Posee también otras muchas bibliotecas particulares, entre las que sobresalen la del eminente escritor don Alfonso [sic] de Castro, la del señor don Pedro Ibáñez Pacheco y la del señor Zurita y Rubio.
            Tiene una Academia de Bellas Artes, una Facultad de Medicina y Cirugía, una Escuela Especial de Bellas Artes, un Jardín Botánico, una Escuela Normal de Preceptores, un Instituto de Segunda Enseñanza, una Academia Filarmónica, una Asociación de Escritores y Artistas, la Real Academia Gaditana de Ciencias y Letras, y una cátedra de historia y arte, que en este país, sobre todo, presta a la arqueología importantísimos servicios.

                                                                              XIII

            Ella posee, asimismo, valiosísimas colecciones de pinturas, que son solicitadas con vivo afán por los extranjeros entendidos y estudiosos. La mayor parte de esas telas ha salido de los pinceles de Herrera, Goya, el Tintorero, Morales, Rivera y Murillo.
            Este excelso artista, tan justamente célebre en el mundo entero, contrajo en esta ciudad la dolencia que lo llevó al sepulcro.
            Se hallaba pintando el Desposorio de santa Catalina con el niño Jesús en el frontis del altar mayor del templo de Santa Catalina; y, cuando más embebecido estaba dando los últimos toques a esa su postrera producción, ceden repentinamente, sin causa averiguada aún, los altos andamios de madera en que se encontraba y sufrió la feroz caída, de cuyas resultas dejó de existir algún tiempo después. (…)
            Hay en Cádiz muy numerosas obras de este artista, pues él tuvo durante largo tiempo ahí su residencia.
           
                                                                            XIV

            Hemos dicho también que Cádiz es otro de los pueblos que en España sobresale por su inclinación caritativa, y es la verdad. Él posee innumerables casas de beneficencia, cómodos hospitales; y, en todas partes, y por cualquier desgraciado accidente, se muestra uno de los primeros en acudir al socorro del desvalido o del que sufre.
            Esta tendencia generosa de su ser la hace por cierto doblemente simpática al extranjero a quienes obliga a guardar de ella acentuado recuerdo.

                                            ______________________________________________
                                                                
                                  Rafael Sanhueza Lizardi, “Cádiz”, Viaje en España (1886),
París, Librería de Garnier Hermanos, 1889 (2ª edición), págs. 325-340.
Ed. Facsímil de Librerías París-Valencia S.L., Valencia, 1997.

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