sábado, 12 de febrero de 2011

CÁDIZ vista por Hans Christian Andersen en 1862





Hans Christian Andersen (1805-1875) había deseado desde niño viajar a España, pero no pudo cumplir su deseo hasta 1862. España le supuso una gran decepción, en gran medida porque, pese a su fama, aquí nadie le conocía. Otra cosa es que a veces, o a menudo, la realidad no está a la altura de los más exaltados sueños. La ciudad de Cádiz no le gustó a Andersen, como él mismo explica. Venía de Tánger, hambriento de exotismo moruno, y sus recuerdos infantiles eran de épica pintoresca en relación con las guerras napoleónicas: nada de esto le ofreció una ciudad tranquila, limpia y comercial, donde por entonces no se conservaban monumentos "antiguos". Pero su testimonio tiene interés, y en medio de él hay una visión digna de un cuento.


A las cuatro y media anclamos en la bahía de Cádiz; pero todavía nos quedaban largas horas de espera hasta que el poco despabilado comité sanitario se presentase a tomar la documentación del capitán y nos permitiese desembarcar.
         Salió el sol, Cádiz se extendía ante nosotros, reluciente de blanca, con sus casas de tejados chatos que parecían esculpidas en tiza. Toda la bahía estaba llena de barcos; y un bote tras otro remaban hasta abordar nuestro buque y esperaban abajo dispuestos a arramblar con los pasajeros. El espacio de que disponíamos en cubierta menguaba por momentos; había dado comienzo la limpieza general; los marineros fregaban y aclaraban; hasta en la sala de máquinas se hacía un gran lavado, cosa que nosotros observábamos desde arriba; los fogoneros y los mozos de máquinas se habían desnudado y se estaban jabonando uno a otro echándose recíprocamente sucesivos cubos de agua por encima, tanto por limpiarse como por regocijarse.
         Por fin vimos la bandera roja y gualda de España ondear en el bote que traía al Comité de Sanidad; obtuvimos permiso para bajar a tierra; me extrañó que en Cádiz no tuviéramos, como en Valencia y Málaga, que enseñar los pasaportes; mientras que al entrar en España por tierras fronterizas y, luego, más tarde, saliendo con destino a Bayona, se nos pidieron los pasaportes y el pago de frontera. Tuve la impresión de que, viajando por mar, podría uno recorrerse España sin pasaporte, puesto que en el interior del país no le piden a uno nunca nada.
         El registro en la aduana fue muy ligero, y tras los habituales requerimientos por parte de remeros y mozos de cuerda, fuimos a parar a la “Fonda de París”, un hotel excelente en todos los sentidos.
         Cádiz me sorprendió por su extraordinaria limpieza, sus pintorescos edificios blancos y sus muchas astas de bandera; por lo demás, nada digno de mención ofrecía al forastero. Aquí no había ningún museo, ningún vestigio árabe de importancia; la muchedumbre de las calles no mostraba el carácter abigarrado que habíamos visto en Gibraltar; para nosotros, que veníamos de la costa marroquí, no había aquí nada nuevo ni nada exótico que nos sorprendiese; Cádiz no iba a agradarnos. Quizá nos hubiese gustado de haber llegado aquí por tierra, procedentes del norte; aunque una única maravilla sí la había: el mar fragoroso con sus gigantescas olas. La Alameda está bellamente situada y ofrece una hermosa vista sobre la amplia y despejada bahía, donde las altas olas luchaban contra el malecón; las gaviotas chillaban al volar por encima de las espumajeantes olas. Una multitud de embarcaciones de pesca, cual enormes pájaros con las alas extendidas, precipitábanse en dirección al puerto; barcos con las tremolantes banderas de las diversas nacionalidades esperaban anclados en la ensenada. En la Alameda vimos una larga fila de macizos de flores cercados por una reja, y en cada ángulo de la prolongada avenida, una palmera; tampoco faltaban aquí algunas estatuas. El viento soplaba bastante más frío que en África; sin embargo, todavía calentaba el sol, restaba algo de verano; pero Cádiz no llegó a despertar nuestras simpatías. Puede que la culpa fuese mía, o puede que de la ciudad en sí. Yo la contemplé desde la Alameda, desde el puerto, desde plazas y calles; la contemplé desde la ventana de mi hotel; enfrente de mis narices vi gente que andaba por los planos tejados, extendiendo las cuerdas y colgando las prendas de ropa más innombrables.
         Bueno, no pienso tan mal de Cádiz como he dicho; algo agradable también había aquí: nos esperaban ansiadas cartas de casa, y en Cádiz nos encontramos con dos compatriotas; uno de ellos, Frederick Zinn, de Copenhague, vivía aquí, precisamente en la casa de un hombre de negocios a quien se me había recomendado; y en la ensenada se encontraba anclada la nave “Dorotea”, perteneciente al mayorista Melchior. El capitán Harboe, encargado de la misma en tierra, había comentado a su oficial Hohlenberg, que acababa de ver en una calle de Cádiz a un hombre increíblemente parecido al poeta Andersen; casi se había acercado a hablarle, pero, claro, Andersen no podía estar en España. Más tarde nos saludamos e intercambiamos noticias de nuestra amada Dinamarca.
         Como todas las ciudades algo grandes en España, Cádiz posee un casino de lo más elegante, donde uno encuentra una rica variedad de periódicos nacionales y extranjeros; fuimos introducidos en él sin la menor dificultad.

         En 1835, cuando en Zaragoza el populacho comenzó a pegarles fuego a los conventos y a asesinar a los frailes, la rebelión se extendió desde allí al resto de España. Cádiz otorgó un plazo de cinco horas a sus frailes para que abandonasen sus monasterios, se instalaron guardias en el exterior para evitar la quema; el populacho se llevó los víveres, quemó el mobiliario y los libros, pero los muros permanecieron incólumes. Cádiz no muestra ruinas ni señales de violencia de aquella época, da la impresión de reinar aquí el orden y la limpieza, de ser una ciudad mercantil, donde no hay más romance que el del mar o el de los hermosos ojos andaluces, brillando en el rostro de las lindas damas, ataviadas con mantilla, que pasean por la Alameda; o el de aquellos ojos que en las hechiceras mujeres del puerto despiden ráfagas de fuego.
         Los contornos son increíblemente llanos; todo es arenas volantes, páramos y kilómetros de salinas; sobre la oscura superficie de tierra se elevan blanquísimas pirámides de sal. La zona no invita a excursiones; el único lugar cercano que nos propusieron como digno de ser visitado fue Jerez de la Frontera; pero no para admirar sus iglesias o monumentos históricos, sino para ver sus bodegas y probar la ricura de sus vinos.
         De Cádiz no hay mucho que contar; fue un pobre comienzo del viaje de regreso a nuestro país, iniciado ya en Tánger. España, hasta el momento, no me había inspirado un solo cuento con que complacer los deseos de mi amado círculo de pequeños lectores. Yo no querría defraudarles. ¿Qué no esperarían ellos que les contase? Tendría que contarles –y les contaré algún día- algo sobre las señoritas españolas, sobre las moscas españolas, sobre los pimientos españoles, sobre las varas de castigo españolas[1] y sobre la vegetación española; y aún podría añadir algo sobre la capa española, sobre los aventureros españoles, y sobre el vino español.

         Vagando por la ciudad, pasé ante un taller donde cepillaba un carpitero joven, cantaba tan contento; cantaba una tonada alemana, y cuando me dirigí a él en su lengua materna, su alegría subió de punto. Era rubio como un nórdico, con mejillas sonrosadas y ojos azules; procedía de un pueblo de Wurtemburgo e iba a casarse en Cádiz. Irradiaba felicidad y satisfacción, y eso que estaba cepillando un ataúd; aunque bien meditado, tampoco es tan triste la cosa. Cuatro tablas con un poco de terciopelo y oro que rápidamente se desgasta, son el reino postrero de un monarca; cuatro tablas nos esperan a todos, al más rico y al más pobre; llegamos desnudos al mundo, donde nos visten, de saco a unos, a otros de terciopelo; somos alumbrados por diferente luz. Cuatro tablas: un estuche de muerte, estuche para el cuerpo de desecho; ahí lo tenéis: nuestra vieja vestidura de tierra se tira con eso; pero, luego, nos ponemos otra mejor y más nueva; eso es estupendo.
         Estoy seguro de que tenían que ser esos los pensamientos del joven carpitero, al menos así eran los míos. Él cepillaba el ataúd, pero pensaría en la cama de novios. Este fue todo el botín romántico que conseguí en Cádiz. No niego que unos cuantos días de convivencia con los pastores de las llanuras del Guadalquivir, podrían haberme proporcionado más rica experiencia.
         Grandes barcos recorren las curvas del río navegable hasta Sevilla; antes de existir el tren, el camino fluvial era el más transitado. No dudo de que un viaje a caballo en compañía de un simpático contrabandista me hubiese dado tela para todo un libro. No hace muchos años que más de un joven andaluz acudía a Cádiz en busca de un glorioso papel en cualquier guerrilla de la guerra civil; seguro que su primera intervención, para demostrar su valor y desenvoltura, sería algún saqueo o una emboscada sin importancia, cosa que no comportaba deshonra alguna. Tal vez, en la calle o en el puerto, haya yo estado cerca de uno de esos célebres personajes, digno protagonista de una novela; pero, en ese caso, él no se dio a conocer, ni hizo como el joven carpintero: cepillar un ataúd; ni en otro modo desplegó ante mí el cuadro de su vida. Estoy seguro de que Cádiz esconde materia para una novela, pero el forastero no la ve. Hackländer, en su amena descripción de su viaje a través de España, llamó a Cádiz: “reina del mar en velo de viuda”, y por cierto, él, como yo, se refiere únicamente a la limpieza y blancura de las casas, a la perfección de sus balcones y a sus hermosas y sonrientes mujeres.
         Nos aconsejaron que tomásemos el tren en lugar del lento vapor para Sevilla; el Guadalquivir daba muchas vueltas y revueltas, y la única distracción consistía en contemplar las manadas de ganado que pastaban a sus orillas.
         Salimos en el tren de la tarde; los primeros kilómetros, el tren marchó a lo largo de la costa, contra la que rompían enormes olas. El paisaje era sorprendentemente plano. La zona de arenas volantes extendíase varias leguas a la redonda, adentrándose por los barrizales de sal, donde todo tenía aspecto de solitario desierto; pirámides de sal, de la misma traza que vimos en Cette, en Francia, se elevaban sobre la tierra parda. Nos detuvimos en un par de estaciones junto al mar. El paisaje tornábase más y más semejante a los páramos: palmeras enanas crecían allí como la más común maleza; a lo lejos, un inmenso pinar, el mayor que hasta entonces había visto en España, cubría las lomas. El sol se escondió; el cielo se tinó de púrpura, infinita superficie de oro parecía. Nos acercábamos a Jerez de la Frontera, ciudad de especial interés para los historiadores; en ella ganó, en el año 711, el joven guerrero Tarik, a la edad de veinte años, la victoria que, consolidada luego por el gobernador de Ceuta, sometió a España al poder del califato de los omeyas.

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Hans Christian Andersen, Viaje por España (1863), cap. XII, “Cádiz”, Traducción, epílogo y notas de Marisa Rey, Madrid, Alianza Editorial, 1988, págs. 163-169


[1]  Varas de castigo españolas: En danés “Spansk rör”. Se trata de un junco o caña, especialmente duro, que empleaban en los colegios para pegar a los niños.

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