lunes, 7 de febrero de 2011

CÁDIZ, por el barón Jean Charles Davillier con un dibujo de Gustave Doré

Este es el único dibujo que a Cádiz dedica Gustave Doré en el Viaje por España


En 1862, el pintor y dibujante Gustave Doré (1832-1883) convence al barón Jean Charles Davillier (1823-1883) para emprender juntos un largo viaje por España. Davillier, que ha había visitado la Península Ibérica en varias ocasiones, era a la sazón un competente hispanista, interesado principalmente en la cerámica, materia en la que llegó a convertirse en el mayor experto europeo de la época. Doré, animado por Davillier, acariciaba ya la idea de realizar una edición ilustrada del Quijote en Francia (actualmente, quizá la más conocida de cuantas circulan por el mundo) y, durante el extenso periplo por España, tomó centenares de excelentes bocetos. Davillier y Doré recorrieron en su travesía casi todo el país. Sus impresiones quedaron recogidas en un libro que apareció con el título L`Espagna en 1874 y los grabados se publicaron entre 1862 y 1873. Como escribía Antonina Rodrigo (El País, 5/9/1983, http://www.elpais.com), “los dos viajeros franceses iban, a recoger la última versión de la España romántica. El pintoresquismo que habían descubierto y explotado sus antecesores: Chateaubriand, Washington Irving, Prosper Merimé, Richard Ford, Henry D. Inglis, Mathew Gregory Lewis, David Robert, Teophile Gautier..., cambiaba de signo. El ferrocarril empezaba a. extender sus dominios, y poco a poco derrocaba a la diligencia, a la tartana, a la galera ... Los caminos ofrecían más seguridad y, para los amantes de lo imprevisto, era incierto el encuentro Con la folklórica partía de bandoleros. El traje típico se relegaba al pueblo llano, y pronto los obreros cambiarían de estilo con la proletaria blusa y la alpargata. Pero lo que, en plástica, iba a dar el cerrojazo al romanticismo era la imagen como documento”.



Cádiz es la ciudad más antigua de España y quizá de Europa. Más antigua, incluso, que la misma Roma. La Gaddir fenicia, que ya existía mil años antes de la era cristiana, se convirtió más tarde en la Gades de los romanos, y fue durante mucho tiempo la ciudad más floreciente de la Península Ibérica, una ciudad construida toda en mármol y centro de diversiones por excelencia. De los palacios de mármol no ha quedado la menor huella, pero siempre sigue siendo Cádiz tan alegre como Marcial nos la pintaba hace mil ochocientos años.
         Los españoles comparan a Cádiz con una taza de plata en el mar; sus altas casas, encaladas o pintadas de tonos suaves, brillan al sol como una corona de orfebrería bajo ese maravilloso cielo de Andalucía, ese cielo vestido de azul, como dice el refrán español:
         El cielo de Andalucía
         está vestido de azul.

         Las casas de Cádiz son muy altas, y casi todas tienen seis e incluso siete pisos, pues la ciudad, encerrada en un estrecho recinto fortificaciones, está obligada a ganar en altura lo que no puede alcanzar en extensión. Todas las casas, o casi todas, están rematadas por un mirador abierto y encima de él hay una azotea o una torre cuadrada, en lo alto de la cual se yergue un elevado palo. Las ventanas están pintadas de verde en su mayoría, lo que da a la ciudad un aspecto especialmente alegre. La mayor parte, sobre todo las del primer piso, están provistas de un mirador o galería de cristales que se abre en verano y  en el invierno se llena de flores.
         Los monumentos de Cádiz no tienen nada de notable, pues la mayoría datan del siglo XVII y son de un estilo mediocre. Uno se consuela fácilmente viendo esos adornos de tan mal gusto cubiertos por innumerables capas de estuco.
         Hay pocas ciudades en España que sean tan vivas y animadas como Cádiz. Al atardecer, dando algunas vueltas por la alameda, puede uno convencerse de que sigue siendo la jocosa Gades de antaño. Hay que leer a Marcial para hacerse una idea de lo que fue esta ciudad en la época romana. “Las grandes riquezas –dice un antiguo autor− habían introducido en ella un gran lujo. Esto traía como consecuencia que las hijas de Cádiz fuesen buscadas en los festejos públicos, tanto por su habilidad en tocar diferentes instrumentos, como por su buen humor, que era más fino que la mera alegría”.
         Las improbae gaditanae, como las llama Marcial, ya eran célebres en el mundo entero por sus danzas y por su destreza en hacer repiquetear la baetica crusmata, que no era otra cosa que las modernas castañuelas, y que todavía sirven de obligado acompañamiento en el ole gaditano, esa danza tan completamente andaluza. “La orgullosa Sevilla es bella –dijo lord Byron es su Childe Harold−, pero Cádiz, que se alza en la lejana costa, es aún más atractiva. Cuando Paphos cayó destruida por el tiempo, los placeres huyeron para buscar otro ambiente tan hermoso, y Venus, siempre fiel al mar que fue su cuna, Venus, la inconstante, se dignó escoger a Cádiz como su morada y fijar su culto en la ciudad de las blancas murallas. Sus misterios se celebran en mil templos. Se le han consagrado mil altares, donde el fuego divino se conserva eternamente”.
         Nos gusta pensar que, por fortuna para las damas de Cádiz, esta apreciación del poeta inglés no es más exacta que su descripción de una corrida que vio en la plaza de toros: “Ese juego bárbaro que reúne a menudo a las hijas de Cádiz y hace las delicias del pastor español”. Este pasaje se nos vino a la mente en medio de una corrida bastante buena que dieron durante nuestra estancia en Cádiz. Seguramente que lord Byron no era un consumado aficionado. En el mismo canto de Childe Harold llama al toro “el rey de los bosques”, a ese toro que solo ha visto llanuras sin árboles. Los pobres matalones medio muertos que no se compran más  que por el valor de su piel, y a los que se empuja hacia la muerte después de haberles vendado un ojo con un pañuelo de algodón, se convierten en “nobles corceles que retozan con gracia y saben desviarse” y del ágil matador dice que “su arma es un venablo, solo combate de lejos”.
         ¿Qué diría nuestro amigo  el Tato y su suegro Cúchares si supieran que han acusado a sus predecesores de combatir solo de lejos y que se ha convertido en lanzamiento la flexible espada, que solo abandonan sus manos cuando el toro se precipita rozando su pecho?
         Pero volvamos a la alameda y a sus palmeras, que han inspirado a Victor Hugo:
         Cadiz e ses palmiers;
Murcie, ses oranges;
Jaen, son palais
gothique aux tourelles étranges…

         Desgraciadamente, las palmeras de la alameda, sin duda demasiado expuestas a los  vientos del mar, solo tienen el tronco y recuerdan, poco más o menos, aves zancudas que hubieran perdido sus plumas. Pero es este un detalle que las bellas gaditanas hacen olvidar enseguida. En Cádiz es donde hay que ver a la Andalucía alegre, reidora y animada; aquí es donde abunda el  meneo, la sal, la sandunga, privilegio exclusivo de las andaluzas. Las mujeres de Cádiz acuden a la alameda menos por ver ellas que por que se las mire y admire. Puede decirse con el poeta que son hábiles en el arte de mirar de reojo. En verdad que no nos atreveríamos a decir con él que están siempre dispuestas a curar las heridas que hacen sus miradas. Pero creemos de buena gana que ha sido creada para las gaditanas una de las palabras más expresivas de la lengua española: el verbo ojear.
         La época de la basquiña y de la falda corta ha pasado; la mantilla es la única prenda del traje femenino que ha permanecido. Era muy estimada hace doscientos años, si hemos de creer a una francesa que viajaba por España bajo el reinado de Luis XIV. “Las mantillas –dice Mme. D´Aulnoy− hacen el mismo efecto que nuestros chales de tafetán negro, salvo que sientan mejor y que son más anchas y más largas; de manera que cuando quieren se las echan por la cabeza y se cubren con ellas la cara”.
         Pero si su falda se ha alargado, no son menos diestras las damas de Cádiz en dejar asomar un pequeño pie, estrecho y arqueado; uno de esos pies que han dado origen a la antigua fórmula: beso a Vm. los pies.
         Una de las particularidades de Cádiz es el gran número de confiterías que  se encuentra uno por  las calles de  la ciudad; abundan en ellas las golosinas más variadas, desde los cabellos de ángel hasta los esponjados o azucarillos. Todas estas confiterías hacen las delicias de las andaluzas, y si hemos de creer todavía a Mme. d´Aulnoy, ese pequeño pecado les viene de sus abuelos, que también tenían marcada predilección por los dulces.
         “Hay señoras ancianas que después de haber comido hasta reventar tienen cinco o seis pañuelos que llevan a propósito y los llenan de dulces. Aunque se las esté observando, no disimulan, pues tienen la honradez de tomar todos los que quieren e incluso de ir a buscar más”. Atan los pañuelos con cordones alrededor de su tontillo y semeja el gancho de una despensa, en donde se cuelgue la caza.
         No hay que olvidar entre las mujeres de Cádiz a la cigarrera. Así se llaman las mozas, jóvenes en su mayoría, que trabajan en gran número en la fábrica de tabacos. La fábrica de Cádiz es mucho menos importante que la de Sevilla, que ocupa ella sola a muchos miles de mujeres.
         La cigarrera andaluza es un tipo aparte que estudiaremos más detenidamente en Sevilla, y solo anotamos de pasada la de Cádiz, aunque esta tenga también su personalidad y sus méritos particulares, si hemos de creer una hojita impresa en Carmona con el título de Jocosa relación de las cigarreras de Cádiz.
         El puerto de Cádiz es quizá el más animado de todos los puertos españoles; atracan en él muy frecuentemente barcos de los países más lejanos, y parece que todas las naciones del mundo se han dado cita en el muelle: barquitas de muchos colores esperan a los viajeros que quieren embarcarse para el Puerto, y los marineros los llaman y los animan con las andaluzadas más divertidas.
         El marinero andaluz, y el de Cádiz en particular, aunque haya sido menos explotado en los romances de salón que el gondolero de Venecia y el barcaiuolo napolitano, no es un tipo menos interesante que ellos; como estos, tienen también sus barcarolas, que en Andalucía se llaman playeras y van acompañadas de guitarra y de bandurria. Una de las playeras más bonitas que conocemos es la Canción divertida del curriyo marinero. Curro, currito, curriyo son expresiones que pertenecen al dialecto andaluz y que no se pueden traducir al francés:  es  el nombre que la maja da a su querido:
         Según las  señales veo,
         va a moverse un temporal,
         pero ya perdí er mieo
         y te ayudaré a remar.
         Los dos a la par bogamos,
         no pierdas, Curro, el compás.
         Boga a prisa, Curro mío,
         que  me güervo a marear.

         Salimos de Cádiz una fresca mañana en una de esas barquitas de mástil corto y larga vela latina que los andaluces llaman falúas y que estaba adornada por delante con dos grandes ojos pintados de rojo como un speronare siciliano. Un fresco viento hinchó pronto nuestra blanca vela, y la falúa surcó rápidamente las aguas azules y transparentes de la bahía de Cádiz. El Puerto, donde debíamos desembarcar, solo está a dos o tres leguas  de Cádiz. Ya divisábamos sus casas, que se dibujaban como una línea blanca entre el azul del cielo y el del mar, y más lejos, en la costa, Rota, célebre por sus vinos. Pronto dejamos a la izquierda la Puntilla y la batería de Santa Catalina, y unos instantes después abordaba nuestra falúa en el muelle, lleno de barcos cargados con toneles de todos los tamaños.
         El Puerto, que también llaman Puerto de Santa María, está situado en la desembocadura del Guadalete, que va a verter sus aguas en la bahía de Cádiz. Es el almacén y el puerto de embarque de los vinos de Jerez. La ciudad, que es blanca, alegre y limpia, es como un Cádiz diminuto. Visitamos sus bodegas, grandes cuevas anticipo de las de Jerez, y su plaza de toros, una de las mejores de toda España y mucho más frecuentada por los aficionados que la de Cádiz.
         Los toros del Puerto es el título de una canción andaluza, popular en toda España y que pinta maravillosamente el entusiasmo de los habitantes de Cádiz por la fiesta nacional:
                  ¿Quién se embarca para el Puerto?
         Tal es el estribillo de la canción.
                  ¡Que se larga mi falúa!,
grita el marinero; después, dirigiéndose a una joven andaluza que va a entrar en la barca:
                            Señorita,
         levantusté esa patita
         y sartusté a este barquito!
         No se le ponga a usté tuerto
         el molde de ese moniyo!
        
         Para ir a Jerez, alquilamos una de esas calesas andaluzas que se parecen bastante a los corricoli de Nápoles. La nuestra, que debía datar de los primeros años de este siglo, estaba montaba sobre inmensas ruedas, y la caja estaba adornada con amorcillos pintados en rosa sobre un verde que debió haber sido verde pálido. Nos apretujamos tres en este vehículo, en el que apenas cabía una persona. Después de algunas sacudidas, atravesamos el Guadalete e hicimos nuestra entrada en Jerez.
         El calesero que conducía nuestra pintoresca carroza era, según nos dijo, a poco de iniciada nuestra conversación, hijo de Jerez. Nunca hasta entonces habíamos encontrado una muestra tan completa del andaluz locuaz, hablador y fanfarrón, y sin embargo, este tipo no es nada raro en el país. Nos divertíamos, pues, en hacer hablar a nuestro jerezano, que, por lo demás, no necesitaba que le animásemos, pues se puso a contarnos sus hazañas sin dejarnos colocar ni una sola palabra: “Cuando yo era joven –nos decía− no le temía ni a un regimiento entero; yo sabía hacer pagar a los jugadores el barato mejor que nadie, y los majos más bravos, en cuanto me veían, se ponían más suaves que el almíbar. Y cuando por la tarde iba a hablar con mi chica, que me esperaba a la reja, ningún mozo, si quería conservar sus orejas, se habría atrevido a pasar por la calle”.
         Los jerezanos gozan, entre los demás andaluces, de una justa reputación de charlatanes. Nuestro calesero no dejaba nada que desear a este respecto, y tal vez había servido de modelo para aquella Relación andaluza, tan popular en el país, donde se celebran en versos de ocho sílabas las Hazañas, hechos y valentías de Pepillo el Jerezano.
         Los andaluces, que no tienen escrúpulo alguno en reconocerse como los mayores charlatanes de toda España, sobresalen en pintarse a sí mismos, y a fotografiar, por así decir, sus fanfarronadas del natural. Y saben hacerlo con mucha gracia, ingenio y fina sencillez. (…)

                                                        ____________________________________________
Gustavo Doré & Charles Davillier, Viaje por España (1874), vol. 1, Madrid, Ediciones Grech, 1988, cap. XVI, “Cádiz, Jerez y la Bética”, págs. 357-364.

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