viernes, 21 de enero de 2011

CALLE PLOCIA, por José Manuel García Gil

Fachadas de azulejos en la calle Plocia, Cádiz


Hay más suavidad en el vicio que en la virtud
Cioran

A mi ciudad que tiene —me dicen−
tres mil años entre piedra y sueños,
regresa el domador de canguros,
el prestidigitador de Asia, descienden
los marineros de La Habana y Lisboa
de sus barcos en busca
de las suertes ordinarias que ofrecen
dulces mujeres con batas de pájaros
chinos, de mirada salada y vermú
en las manos, a cambio del salario
y la piel de espuma,
el tango y la ginebra sirven
para acompañar el tacto y las criaturas
perfumadas al fondo del dormitorio
de luces rojas tiritando con flecos,
ofrendan un polvo por un sueño
de hormigas, arenas y manzanas.

Ellas se subrayan sus morros de cangrejo,
ellos se beben de un trago la larga
sed entre sus piernas y hablan poco,
algo como:
—No deberías llevar ese cuerpo.

Tantean como los erizos difícilmente
el sexo bivalvo, la gloria de la calle
Plocia en cueros,
hacen el amor en los muelles del tiempo
y las huellas que dejan en los vasos
pintaran también en el antebrazo izquierdo,
las persianas bajan a desayunar
harina de garbanzo y al llegar el sol,
como una cuchara de mar recogen
el tabaco y la saliva,
que la dama del mascarón de proa espera
y es celosa de las estirpes y las tijeras.

Nadie conoce las pistas de cuándo
ni de quién regresa.
Al puerto llega el adiós de la puta más fiel
y las gaviotas.
Se alejan los barcos tan sólo engañosamente
lentos.
Desde la falda de las murallas lo último que se
les ve
son las manos.

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José Manuel García Gil, "Poemas", Espejo de Paciencia, nº 1 (1996)

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